viernes, 17 de febrero de 2012

NADA ES CASUAL

Llegue a la hora pactada para desarrollar un grupo de trabajo.
Sara me recibió como siempre, abriendo sus brazos ofreciendo su abrazo calido, opulento, casi maternal. Quizás resulte extraño lo de “maternal”, así lo recibo, seguramente por que la muerte absurda e implacable, me robo mi madre a muy temprana edad, pero Sara, además de compartir mi generación,  es psicóloga, especialista en terapia familiar, experta en la realización de  grupos de la “segunda mitad de la Vida”, o trabajos de integración  de diversas edades, sexos, ideológicas, religiones, etc., etc. No obstante, a pesar de toda su experiencia, su capacidad intelectual, sus títulos, por sobre todas las cosas es energía,  luz, fuerza, que nos regala generosamente.

Si bien no es de Sara de quien quiero hablar, me resulta necesario esta somera templanza de su persona,  pues en su casa ocurren encuentros, nada casuales ni menores, esa magnificencia y envergadura que se distribuye por el espacio inmenso limitado inútilmente por paredes y puertas hace posible la sensibilidad a flor de piel.

Y se produjo el encuentro con una mujer ¿desconocida?..¿extraña?...

Era muy mayor, sentada placidamente con una leve y tierna sonrisa sobre sus labios.  La piel surcada por huellas de la larga vida recorrida, dejando también el reflejo de tierra oscura en algunos tramos  de infinitos caminos, plasmada como diminutos mapas de la geografía vivencial, convertidas en manchas amarronadas, desordenadas, picoteando acá y allá todo su cuerpo.
Tenia un vestido blanco, con pequeños lunares negros, igual que el fino cinto rodeando su cintura. La falda ligeramente fruncida, apenas le cubría las rodillas. Las piernas finas terminaban en los pies enfundados en zapatos que en mi ciudad natal llamamos “chatitas”.
Sus manos también finas, eran palomas en el aire cuando las movía, gesticulándolas como una bailarina en el “Lago de los cisnes”.
El rostro pequeño, enmarcado por una melena ligeramente ondulada, grisácea, limitada prolijamente al llegar a la nuca, no podía ocultar su pasada belleza, encaprichada en permanecer perenne en toda su persona.
Cuando me acerque a darle un beso, fijo esos ojos celestes, verdes, color del tiempo,  reticentes en dejar el brillo profundo de otrora, con una dulzura inenarrable, me dijo: “nos conocemos ¿verdad?”
Tampoco puedo explicar la emoción escalofriante que me produjo esa expresión. Quede petrificada, atine apenas a mirar a Sara quien me sonrió misteriosamente.
Repitió la pregunta, y volví a darle un beso.
En el transcurso de la reunión, le pregunte si era bailarina, y me dijo “no, mi madre lo fue” y en dos oportunidades mas, volvió a repetir: “nos conocemos ¿verdad?.

Si bien al referirme a ella lo hago en pasado, cada vez que viene a mi recuerdo su mirada, me embarga un emoción especial alojada muy profundamente en mi ser.

No busco explicación, no espero respuestas, solo se que me acompañara por siempre como un ángel de manos al viento.
alba g.